Llevo en mis manos el otoño por senderos
de piedras ancestrales que lloran su tristeza
bajo la tarde en su viaje hacia el crepúsculo.
Un río de congoja se aloja en mis entrañas
dictándome secretos nunca escritos que ponen
cerrojos y candados a la sangre en mi boca.
Soy una menesterosa sombra entre los árboles
que se desnudan de su manto cayendo
por entre las calles las hojas con mis lágrimas.
Y ni la ofrenda del mosto en los lagares
termina con mi aliento de soledad en la penumbra
de los barrios sin gloria de otras muchas ciudades.
Miro el ritual del calendario en las arrugas
de las cepas que se despojan en septiembre
de las uvas dejándose podar después de la vendimia.
En el marco del otoño se encienden candiles
de melancolía en pájaros y niños con aroma
de misterio volcado en los días y en sus juegos.
Todo me habla en el rescoldo del otoño del hombre
que solloza en la laguna dejándose morir a solas
en los campos fúnebres y dorados de noviembre.
El horizonte se dilata en los labios y una lluvia
de ausencia inunda el corazón de asombro
dejando al otoño cubierto de nostalgia y agonía.
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